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¿Cuáles/qué son los trastornos del espectro autista (para diagnóstico diferencial)?

Llamamos autismo (o TEA) a un conjunto de características, de comportamientos observables, que pueden o no venir asociados con otro trastorno conocido. Así, si una persona tiene una enfermedad determinada, como la Fragilidad X o la Esclerosis Tuberosa, y tiene los síntomas de autismo, recibirá ambos diagnósticos.

Es importante valorar formalmente el nivel de desarrollo o de capacidad intelectual, comunicativa y adaptativa de la persona en la que se está realizando un diagnóstico. De esta manera se está en condiciones de juzgar con perspectiva la presencia de posibles síntomas de autismo y las necesidades de apoyo de dicha persona.

Cabría destacar que existen muchas formas de autismo. Tenemos la esperanza de que contaremos con futuros sistemas que permitirán diferenciar y clasificar mejor los amplios subgrupos del espectro.

El diagnóstico clínico es fundamental para el avance del conocimiento pero, a la hora de establecer un programa personalizado de apoyo, es también importante determinar las necesidades de salud, educativas, culturales y sociales de cada uno. Estos son los elementos que individualizan a la persona dentro del variado espectro de estos trastornos y son los que finalmente determinan el plan individualizado a seguir.

Cuando se ven discrepancias entre la edad mental general, el desarrollo socio-comunicativo, o la posible tendencia a las rutinas y aparecen diferencias cualitativas propias del autismo es cuando se podrá establecer un doble diagnóstico de discapacidad intelectual y TEA (o TEA de nivel 3).

El diagnóstico de discapacidad intelectual no debería hacerse antes de los cinco años. Muchos autores mantienen la limitada validez que tiene el hacer el doble diagnóstico de discapacidad intelectual y un trastorno del desarrollo de tipo autístico si la persona no supera un cociente intelectual de más de 20 puntos, ya que la presentación clínica y las necesidades reales de la persona estarán básicamente determinadas por su discapacidad intelectual.

También hay que hacer el diagnóstico diferencial con los trastornos graves del desarrollo del lenguaje (disfasias) en los que la sintomatología puede inicialmente coincidir. Por eso el diagnóstico firme ha de retrasarse hasta conocer la respuesta al tratamiento. En dichos trastornos se comprueba una mejoría llamativa de las competencias sociales y de la comunicación pero la mejora es muy inferior en los TEA.

No debe perderse de vista, además, que existen otros trastornos, descritos por algunos autores, que no están reconocidos en los manuales clasificatorios oficiales y que en ocasiones parecen solaparse con los TEA o constituir formas precoces de otras patologías: el trastorno múltiple y complejo del desarrollo (que sería una forma precoz de la esquizofrenia de inicio en la infancia); el trastorno esquizoide de personalidad de inicio en la infancia (que se solaparía con formas completas o parciales del trastorno de Asperger) o el síndrome del hemisferio derecho (que también compartiría características con el trastorno de Asperger).

L. Kanner, en Estados Unidos y H. Asperger, en Austria, describieron en 1943 unos cuadros clínicos que hoy se incluyen en los denominados trastornos del espectro autista. A lo largo de los años transcurridos desde entonces la comprensión y la clasificación de estos trastornos ha ido, lógicamente, variando en función de los hallazgos científicos.

Así, fueron considerados en los años cincuenta como un trastorno psicogénico y, en algunos países, fueron concebidos como el resultado de un deficiente trato familiar y cercanos a las psicosis. Los estudios disponibles a partir de los años setenta mostraron la falsedad de estas nociones y se empezó a entenderlos como unos trastornos del desarrollo de ciertas capacidades infantiles (de la socialización, la comunicación y la flexibilidad) y las clasificaciones internacionales los ubicaron en el eje correspondiente a otros problemas ligados al desarrollo.

Se acuñó el término «trastornos generalizados del desarrollo» (TGD), un término no muy afortunado, ya que no todo el desarrollo se afecta. Por suerte, en aquel momento, se incorporaron también unos conceptos que han establecido definitivamente la visión de estos trastornos.

Lejos de constituir un problema único se identificaron trastornos diferentes; se reconoció la presencia de cuadros parciales; se apreció la variabilidad de los síntomas con la edad y el grado de afectación; se describió su asociación con otros problemas del desarrollo y se aceptó de manera prácticamente universal que se debían a problemas relacionados con un mal funcionamiento cerebral. En los últimos años se incorpora el término TRASTORNOS DEL ESPECTRO AUTISTA (TEA), a partir de la aportación de L. Wing y J. Gould.

Además el término TEA resalta la noción dimensional de un “continuo” (no de una categoría) en el que se altera cualitativamente un conjunto de capacidades en la interacción social, la comunicación y la imaginación.

Esta semejanza no es incompatible con la diversidad del colectivo: diversos trastornos; diversa afectación de los síntomas clave, desde los casos más acentuados a aquellos rasgos fenotípicos rozando la normalidad; desde aquellos casos asociados a discapacidad intelectual marcada a otros con alto grado de inteligencia; desde unos vinculados a trastornos genéticos o neurológicos a otros en los que aún no somos capaces de identificar las anomalías biológicas subyacentes.

El término TEA facilita la comprensión de la realidad social de estos trastornos e impulsa el establecimiento de apoyos para las personas afectadas y sus familiares. No obstante, para la investigación es imprescindible la utilización de clasificaciones internacionales, el establecimiento de los subgrupos específicos y la descripción sus características.

Disponemos de dos sistemas de clasificación diagnóstica principales: uno establecido por la Asociación Psiquiátrica Norteamericana, el Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales (DSM), que constituye el sistema más utilizado para la investigación internacional y otro, el desarrollado por la Organización Mundial de la Salud, la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE), que se utiliza de manera oficial para codificar las enfermedades en muchos países (sobre todo en Europa).

Al construirse el DSM, en cuyo estudio de campo se incluyeron casos de España y de muchos otros países, se buscó la convergencia de criterios con la CIE, a fin de permitir la comparación de los futuros estudios de investigación y minimizar el riesgo de que las personas recibieran diagnósticos diferentes (con la incertidumbre consecuente en las personas afectadas y en sus familiares).

Como resultado, las categorías diagnósticas recogidas en el DSM se ajustan bastante en sus criterios a las categorías idénticas que aparecen en la CIE.

Es obvio que, por el momento, resulta estrictamente necesario señalar en toda investigación o, incluso, en el proceso de elaboración de un informe diagnóstico, cuál de las dos clasificaciones se utiliza como marco de referencia. Por otra parte, merece la pena destacar que la Organización Mundial de la Salud aceptó, gracias precisamente a una iniciativa nacida en España, y que fue apoyada por numerosos expertos mundiales a través de Autismo Europa, el incluir las consecuencias de trastornos como el autismo en su Clasificación de Funcionamiento, Discapacidad y Salud (ICF) aprobada en el año 2001. De esta manera las personas con estos problemas pueden ser consideradas oficialmente como teniendo una discapacidad y siendo tributarios de todas las acciones compensatorias que una sociedad no discriminadora garantiza a sus ciudadanos y ciudadanas.

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Fuente: Grupo de Estudio de Trastornos del Espectro Autista. Instituto de Investigación de Enfermedades Raras- Instituto de Salud Carlos III.

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