
Todos los tratamientos y programas de intervención empiezan con una extensa evaluación de las deficiencias y habilidades del niño o niña, en el contexto de una evaluación multidisciplinar que incluya valoraciones de la historia comportamental (o psiquiátrica) y su situación actual, su funcionamiento neuropsicológico, sus patrones de comunicación (en especial el uso del lenguaje con el propósito de interaccionar socialmente o lenguaje pragmático) y su funcionamiento adaptativo (en particular su habilidad para convertir su potencial en competencia real a la hora de enfrentarse a las demandas de la vida diaria). La formulación final debería incluir una descripción de los déficits y habilidades en estas diferentes áreas. El asignar un diagnóstico real debería ser el último paso de la evaluación.
El abordaje de la intervención depende de cada caso concreto, según las necesidades, características y prioridades de cada persona. La intervención más eficaz hasta el momento presente es la psicoeducativa y debe ser multidisciplinar.
El objetivo básico de la intervención es mejorar en las áreas deficitarias (en el caso de los trastornos del espectro autista serían, por ejemplo, el lenguaje, comunicación e interacción social) aunque puede haber objetivos previos en determinados casos (como rabietas muy persistentes y autoagresiones).
Lo más difícil de conseguir es que la persona que va a intervenir llegue a ser una persona significativa para el paciente, alguien con el que pueda comunicarse. La persona que intervenga (psicólogo, terapeuta ocupacional, logopeda, etc.) tiene que llegar a convertirse en un reforzador gratificante.
Un programa base de atención temprana ha de configurar secuencias fáciles de comprender, de predecir y muy ordenadas; establecer límites claros y proponer gradualmente la gratificación; utilizar refuerzos (positivos cuando el niño hace algo bien y negativos cuando deja de hacerlo); programar todo lo que se va a hacer; mantener relaciones estables; dar siempre instrucciones y consignas claras y simples; programar sesiones breves y mantener una actitud directiva.
Independientemente del programa que sigamos es importante recordar que siempre va a ser a largo plazo y que hay que estudiar cada caso concreto y valorar todos los factores.

En los actuales planteamientos la cuestión no es qué puedo hacer cuando la persona presenta una determinada conducta o cómo puedo conseguir que pare determinado comportamiento (enfoque patológico o reactivo). La cuestión consiste en averiguar qué tengo que enseñarle a esa persona cuando no está realizando esa conducta o qué quiero que haga en determinada situación, en vez de la conducta mostrada (enfoque constructivo o proactivo). Esto significa que la educación es el mejor procedimiento de intervención o, en otras palabras, que la intervención no consiste en qué hacer cuando la conducta ha ocurrido sino en qué hemos de hacer para que la siguiente vez, en esa situación, en lugar de realizar esa conducta se realice otra que sea adecuada. Para lograrlo hay que averiguar primero qué forma comunicativa, social o de control de su entorno necesita esa persona.
La verdadera intervención viene de la mano de la construcción de habilidades comunicativas y sociales, de la construcción de entornos previsibles e informados, entornos psicológicamente comprensibles.